domingo, 26 de agosto de 2012

Vida tras la infertilidad

Todo arrancó con el nacimiento de Louise Joy Brown el 25 de julio de 1978, en Gran Bretaña. La ciencia cruzó ese día una frontera: nunca una mujer se había quedado embarazada de un embrión concebido fuera del cuerpo. El biólogo Robert Edwards y el ginecólogo Patrick Steptoe demostraron que era posible fecundar un óvulo humano con un espermatozoide en el laboratorio —en una placa Petri, la primera niña probeta no fue concebida en una probeta— y transferir el embrión al útero para que naciera un bebé sano. No había por qué resignarse a la infertilidad (o al menos, a algunas de sus causas).
Desde entonces han pasado 34 años y en todo el mundo han nacido unos cinco millones de niños gracias a la fecundación in vitro; 350.000 lo hacen cada año. La Sociedad Europea de Reproducción Humana y Embriología (ESHRE por sus siglas en inglés) anunció recientemente estos datos y los presentó como una prueba de la solidez de la técnica. “Cinco millones de bebés son una demostración de que es una metodología totalmente consolidada y estandarizada para ayudar a parejas con problemas de fertilidad”, explica a este diario la bióloga Anna Veiga, presidenta de la ESHRE y madre de la primera bebé probeta española.
En el caso de Lesley, la madre de Louise, el objetivo era salvar una obstrucción en las trompas de falopio. Hoy en día, la fecundación in vitro se ha convertido en mucho más que un tratamiento para combatir la infertilidad. Desde luego que lo es. Nuevas técnicas de congelación y descongelación de ovocitos —la vitrificación— permiten a las mujeres preservar la fertilidad y postergar la maternidad hasta que consideren que ha llegado el momento. O ser madres a pesar de que un tratamiento contra el cáncer les haya lesionado la función de sus órganos reproductivos.
Pero, además de servir para dar vida, la fecundación in vitro también salva vidas. La técnica se ha convertido en el punto de partida de tratamientos que permiten cortar la transmisión de padres a hijos de enfermedades genéticas incurables.
El llamado diagnóstico genético preimplantacional (DGP) permite, tras la fecundación in vitro, descartar en el laboratorio embriones enfermos e implantar en el útero solo los sanos para romper de esta forma el eslabón de la cadena de transmisión de la enfermedad.
El DGP, junto al proceso in vitro y a otras técnicas (selección en función de factores de compatibilidad), también ha logrado que se puedan concebir niños que sirvan de donantes de hermanos enfermos para curarlos mediante un trasplante de médula.
“La medicina de la reproducción ha tenido un desarrollo extraordinario en los últimos años”, destaca Antonio Requena, director médico del Instituto Valenciano de Infertilidad (IVI). Pero aún existe margen de mejora. Uno consiste en incrementar las tasas de embarazo, que rondan el 50% por intento según Requena —en 1978 eran del 20%—. Aún se dan muchos embarazos múltiples, por encima del 20% de los casos en España, “demasiados”, para Veiga. Y queda mucho por avanzar respecto a los problemas relacionados con la implantación en el útero del embrión, cuyos problemas representan el 30% de las causas de esterilidad.
Pese a ello, o “efectos colaterales” de la técnica, como alude Requena a la acumulación de embriones congelados, el estado de desarrollo de la técnica y el incremento de las tasas de éxito que plantea la ESHRE parecen estar fuera de toda duda.
 

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